sábado, 31 de octubre de 2015

En el centro de la pista

Ni siquiera me ha permitido conservar la palanca, el maldito viejo se ha largado dejándome completamente desarmado, por lo que cuando veo al zombi acercarse a Hamlet peligrosamente lo único que puedo hacer es lanzarme a por él con el puño en alto. Me interpongo entre el perro y el podrido y lo golpeo con fuerza en la sien. No es una herida fatal, pero sirve para desequilibrarlo y hacerlo caer de modo que pueda terminar el trabajo a pisotones. Hamlet no deja de ladrar hasta que el zombi se queda completamente inmóvil. Unas manchas oscuras aparecen bajo la capucha blanca del traje de seguridad que lleva puesto, pero a mí no me ha salpicado nada. Sorprendentemente higiénico.

Me vuelvo hacia el perro, todavía muy alterado.
- ¿Estás bien, muchacho?

Continúa gruñéndole al zombi en el suelo. Me acerco a él y me agacho para acariciarle la cabeza, pero sigue pendiente del cuerpo que está inmóvil a medio metro de nosotros. Aunque los recuerdos que conservo de mi primer encontronazo con uno de estos tipos de los trajes son prácticamente inexistentes, Alex me contó lo suficiente como para no tomarlos a la ligera. Se pasean por la ciudad con esos equipos, haciendo pruebas y algún tipo de experimento. Me hubiera gustado interrogar a éste, pero ya que no será posible me dispongo a registrarlo para ver si lleva encima algo que me pueda ser útil. Le quito primero la máscara antigás, que parece que llevara incrustada en el cráneo, y dejo al descubierto un rostro amoratado, deformado por mis golpes y la infección. Aun así, puedo reconocer los rasgos de una mujer de mediana edad, y al quitarle la capucha aparece un cabello castaño y abundante manchado de una sustancia negruzca.

Acabo de quitarle el traje de seguridad y busco en los bolsillos del chaleco que lleva debajo. No hay armas, ni comida, aunque sí un cuaderno con tapas de plástico de color amarillo chillón. Lo hojeo por encima, sin entender demasiado bien las anotaciones, y lo guardo en mi mochila. Le daré un vistazo luego, cuando esté en algún lugar más tranquilo. No lleva encima nada más que me pueda servir, ni siquiera el chaleco, demasiado pequeño para mí y cubierto en la zona del hombro de sangre reseca. Me pongo de pie y le dedico una última mirada, luego recojo mis cosas y me alejo del cuerpo. Hamlet me sigue con el hocico pegado al suelo. Un cadáver más que ahora se pudre lentamente junto a los otros miles sembrados por toda la ciudad. Me pregunto cuánto tardaré en acostumbrarme al olor.

Continuando con mi plan inicial, me dirijo a la zona donde están las caravanas de los artistas y trabajadores del circo. Damos un rodeo considerable para evitar a los grupos más numerosos de zombis, no quiero tener más enfrentamientos que los absolutamente necesarios para nuestra supervivencia. Al cabo de unos diez minutos llegamos a las primeras caravanas, un grupo de cuatro pequeños remolques antiguos y un poco oxidados. Pruebo con las puertas, pero todas están cerradas con llave. Intento forzar una de ellas, sin ningún resultado, así que trato de echar un vistazo a través de un ventanuco lleno de polvo. No alcanzo a ver nada, ni siquiera después de limpiar el cristal con la manga. Esto no va a ningún lado.
- Vamos a mirar por allí -le digo a Hamlet. No sé si me entiende o no, pero me sigue cuando echo a andar.

Empiezo a desesperarme cuando Hamlet se adelanta y se acerca a una de las caravanas más grandes. Bajo la capa de polvo hay una pintura roja reciente, aunque algo desgastada por el sol. El perro se detiene frente a la puerta. Me doy cuenta de que está entreabierta. La empujo lentamente, atento a cualquier signo que me indique si dentro hay alguien, infectado o no. En el interior todo está silencioso y tranquilo. A un lado, una cortinilla a medio cerrar deja entrever una cama y un pequeño armario. Al otro, inclinado sobre un escritorio de madera labrada, descansa el cuerpo inmóvil de un hombre que debe llevar muerto varias semanas.

Examino la caravana, primero superficialmente, sólo para asegurarme de que no haya nadie más, y me acerco al escritorio. Observo al hombre con detenimiento, aunque la causa de la muerte está clara, tiene una herida de bala en la sien. Miro alrededor, en busca del arma, que está en el suelo junto a una de las paredes. Es un revólver que a primera vista parece de calibre medio, nueve milímetros probablemente. Tampoco es difícil imaginarse qué llevó a este hombre al suicidio, viendo el escenario que rodea la caravana. Cojo el arma y la estudio durante unos segundos. La culata está recubierta de madera y el cañón cromado se ve reluciente, sin duda el propietario la tenía bien cuidada. El cargador está vacío, pero quizás haya munición en algún cajón, así que lo guardo en mi mochila y busco en el escritorio y en un pequeño armario que hay a un lado. En este último, en la parte más inferior, encuentro una cajita de balas del calibre adecuado. Un arma de fuego no me vendrá mal, aunque habrá que usarla con precaución si no quiero llamar la atención.

Al ponerme de nuevo de pie empiezo a fijarme en las paredes de la caravana, en las decenas o tal vez cientos de objetos que hay colgados o en pequeñas vitrinas, una infinidad que cachivaches que parecen traídos de todos los rincones del mundo: máscaras de madera, plumas de colores, pergaminos, tapices, muchos ni siquiera sé lo que son. En el escritorio, las curiosidades se amontonan alrededor del cadáver. Me llama especialmente la atención un gran cuchillo dentro de una funda de piel. Es una pieza de coleccionista: el mango es blanco, tal vez de marfil, tallado con un intrincado diseño geométrico que le da un tacto rugoso. Lo saco de la funda para ver la hoja, de acero brillante, no creo que su dueño llegara a usarlo nunca. Puede que haya que afilarlo un poco, pero me gusta. Me lo coloco en la cintura, sujetando la funda al cinturón.

Junto a la caja de balas para el revólver había otra con munición mucho más grande. Miro alrededor, buscando el arma que pueda acomodarla, y mis ojos se detienen sobre una vitrina situada justo encima del escritorio. Como presidiendo la estancia, un rifle de caza descansa sobre un soporte de madera que, apostaría mi mano derecha, está hecho a medida. Por la forma en la que el dueño lo exhibía, probablemente se trata del más preciado de todos los trofeos que atestan la caravana.

- Prometo cuidarlo como si fuese mío -le digo al cuerpo sin vida que descansa sobre la mesa al tiempo que me acerco para descolgar el arma de su soporte, pero la vitrina de cristal que lo protege está cerrada con llave. La busco en los cajones del escritorio y en las estanterías, pero no la encuentro, así que finalmente registro los bolsillos del muerto hasta dar con un manojo de llaves. Una de ellas, pequeña y plateada, abre la vitrina y por fin consigo el arma.

Nunca he utilizado un rifle de este tipo, así que tendré que tener cuidado las primeras veces. Preferiría no tener que usarlo, de hecho, pero sabiendo lo que me espera ahí fuera tengo que poder defenderme, así que decido llevármelo. Guardo la caja de munición en la mochila y me cuelgo el arma del hombro, descargada de momento. Ahora mismo me enfrento a varios grupos de zombis dispersos de los que me puedo librar fácilmente si no me atacan muchos a la vez, por lo que disparar no parece muy buena opción.

Atravieso la pequeña estancia para abrir los armarios del otro lado de la caravana en busca de comida, de nuevo sin suerte. No hay nada que comer aquí, solo algunos botes de champú y pasta de dientes. Meto un par de pastillas de jabón en la mochila y escucho a Hamlet ladrar afuera, así que salgo rápidamente. Un grupo bastante numeroso de zombis empieza a acercarse a donde estamos.
- Hamlet, cállate -susurro, pero no parece que me entienda. Va a atraer a los podridos si no hago algo. Tengo que alejarme de ellos-. Vamos, muchacho.

Empiezo a andar a paso ligero y compruebo, aliviado, que en cuanto me pongo en marcha el perro me sigue sin ladrar. Dejamos atrás el grupo de caravanas y los carteles del circo para subir la suave pendiente de una colina que ocupa gran parte del parque donde nos encontramos. La hierba ha crecido sin control haciendo que mis pasos sean mullidos y silenciosos. Los zombis se concentran más abajo, esta zona parece limpia. Me detengo al llegar junto a un banco de madera en la parte alta de la colina. Hay una persona sentada allí, y por un momento todas mis alarmas se disparan, hasta que me doy cuenta de que no se mueve y de que está más que muerto. A pesar de todo lo que he visto, resulta bastante inquietante, con su traje impoluto e incluso un sombrero sobre su cabeza. No parece que tuviera una muerte violenta. Lleva un paquete de palomitas de maíz en la mano derecha.

- Te acompaño, si no te importa -le digo, y me siento a su lado. Cojo el paquete de palomitas y me llevo un puñado a la boca, sin pensar, mientras observo el macabro circo de los horrores que ocupa la llanura. De repente siento que mi boca y mi nariz se llenan de un sabor nauseabundo, como si estuviera comiendo cartón podrido, una arcada me sacude y acabo doblado en el suelo, escupiendo todo lo que tenía en la boca. Empiezo a toser y a maldecirme.
- ¡Mierda! ¡Esto no es más que basura!
Hamlet se acerca a olisquear lo que acabo de escupir.
- ¡Fuera de aquí! -le grito, y el perro se aparta con las orejas bajas-. No puedo más -añado en voz baja, para mí mismo.
El agotamiento me pasa factura, todo el cuerpo me duele y mi desesperación aumenta a cada momento que pasa. ¿Qué voy a hacer? No puedo buscar la compañía de otros, no tal como estoy ahora, no sería más que un peligro para todo aquel que estuviera cerca de mí. Tengo que encontrar la forma de volver a la normalidad, pero no sé por donde empezar. ¿Qué pasa si me veo obligado a vagar como un zombi el resto de mis días, a la espera de que alguien finalmente me vuele la cabeza? No, pensar así no me va a ayudar. Tengo que ponerme en movimiento, encontrar algo que comer. Aprieto los puños con fuerza y escucho el crujido de la bolsa de papel que todavía sujetaba en la mano izquierda. El logotipo impreso, borroso y arrugado, me resulta familiar.

Levanto la cabeza para mirar a mi alrededor y mis ojos se paran en un camión aparcado cerca de la carpa principal del circo. Lleva uno de esos remolques que se pueden abrir para convertirse en un puesto de comida ambulante. Las luces están apagadas y hay algunas manchas de sangre alrededor del mostrador, pero por lo demás parece vacío y, lo que es más importante, abierto de par en par. Tal vez sea mi última oportunidad de encontrar algo que pueda comer en este lugar.
- ¡Vamos Hamlet!

Reúno las fuerzas que me quedan para echar a correr colina abajo, en dirección al camión. No puedo usar el camino más corto, ya que hay un grupo de muchos zombis alrededor de la carpa más grande del circo que me cortaría el paso, por lo que doy un rodeo. El perro me sigue de cerca, jadeando. A medida que nos acercamos a la zona más infestada, voy reduciendo la velocidad y me obligo a controlar la respiración para ser lo más sigiloso posible. No quiero enfrentarme a una horda con el estómago vacío.

El portón trasero que da acceso al camión está cerrado, pero no es un gran problema dado que el mostrado está completamente abierto. No está muy alto, puedo coger un poco de carrerilla y dar un salto que me ayude a trepar. Hamlet tendrá que esperar aquí fuera por el momento.
- No tardaré -le digo, y me impulso hacia el interior del remolque.

Me aseguro de que estoy solo antes de ponerme a buscar cualquier cosa que pueda ser comestible aquí dentro. Hay una máquina de palomitas medio llena, pero todas están cubiertas de moho. Después de lo de antes, sólo el verlas me da náuseas. Hay también una freidora llena de aceite y patatas podridas, y bolsas de pan echado a perder. No puedo comer nada de esto.

Al fondo veo lo que parece un congelador. Esperanzado, lo abro y me asomo al interior; un olor pestilente me golpea de pleno y me obliga incluso a retroceder un poco. El congelador no está frío en absoluto, probablemente la electricidad dejó de funcionar hace mucho. Sin demasiadas esperanzas, porque el olor no es para nada apetecible, decido abrir un paquete blanco que se encuentra en la parte superior. El arcón está hasta arriba de ellos, tal vez sean hamburguesas, o perritos calientes. Sin embargo, cuando separo el papel me encuentro el paquete vacío, no queda nada.
- Creo que el mundo me odia.
Abro el resto de los paquetes, pero todos están igual. La carne se ha echado a perder. Tiene que haber algo más...

Entonces veo las cajas bajo el mostrador. Bolsas de patatas fritas, debe haber varias docenas. Abro una, muerto de hambre, y me meto un puñado en la boca. Saben a rayos, y de nuevo me veo obligado a escupirlas. Sin embargo, a simple vista parece que están en buen estado. Vuelvo a intentarlo, pero ocurre lo mismo, no me las puedo tragar. Pruebo con otra bolsa, pero no hay cambios. Simplemente, parece que no puedo tolerarlas. Tal vez sean buenas para Hamlet, así que abro un par de bolsas y las tiro por encima del mostrador. No pierde un segundo para echarse encima de ellas y empezar a dar cuenta de la merienda. Al menos uno de los dos podrá comer.

Yo sigo buscando, abriendo todas las bolsas y cajas que encuentro. Hay bolsitas de ketchup y mostaza en cantidades industriales, botes de pepinillos, cebollas secas... Hasta que, después de un buen rato, doy con una bolsa de plástico llena de pequeñas latas coloreadas con la foto de un gato. Un pequeño rótulo blanco dice "Pollo con jamón". Nunca lo habría pensado, pero quizá funcione. Al fin y al cabo, los gatos comen carne.

Tiro de la anilla para abrir la lata. Inmediatamente, el olor me hace empezar a salivar. Hundo los dedos en el contenido, una pasta rosada y suave, y saco un trozo que me llevo a la boca. No es ningún manjar, pero después de todo lo que ha pasado hoy no voy a hacerle ascos a algo que no me hace vomitar. Podría decir incluso que no está mal. Un par de minutos después, he acabado la lata y abro la siguiente. Antes de empezar la tercera, le paso otra bolsa de patatas a Hamlet por encima del mostrador, el pobre debe de estar tan hambriento como yo.

Después de unas cuantas latas siento que mi apetito por fin se calma un poco. Me relajo, creo que incluso pienso con mayor claridad. Meto todas las latas que quedan, unas quince, en mi mochila, que ya está completamente atiborrada. Aunque no tengo sed, cojo también un par de botellas de agua pequeñas y las guardo en los bolsillos de la chaqueta, quizá Hamlet sí quiera beber un poco. Me espera tumbado al sol junto a las bolsas de patatas ya vacías. Salto por encima del mostrador y aterrizo a su lado con un ruido sordo al que apenas hace caso.
- Venga chaval, se acabó el descanso -le digo casi riendo-. Hay que ponerse en marcha de nuevo.

Me tomo unos segundos para decidir mi próximo movimiento. He explorado la zona de caravanas y no creo que encuentre nada más que me sea útil, así que me fijo en las carpas donde los espectáculos del circo tenían lugar. La carpa principal, la más grande y vistosa, está rodeada de zombis, no sé si artistas, espectadores, o un grupo de podridos que casualmente se ha aglomerado allí. Esos bichos tienen tendencia a juntarse, después de todo. En cualquier caso, me mantendré lejos de ellos. Un poco alejada de la carpa principal, más cerca de la zona de caravanas, hay otra carpa más pequeña con la lona de color azul y que a primera vista parece desierta. Decido probar suerte en esta.

Cuando nos queda poco para llegar, Hamlet se pone tenso. Gruñe y se queda quieto, casi clavado en el suelo, sin hacer caso a mis gestos para que avance. Apenas nos separan unos metros de la entrada, está claro que ha detectado algo en el interior.
- ¿Hay podridos ahí dentro? -le pregunto. Me dedica una mirada rápida, pero enseguida vuelve a centrar su atención en la carpa azul.
- Oye, quédate aquí, iré a mirar.
Doy unos pasos para comprobar que no me sigue. Tal vez sea más seguro que se quede aquí. Ladra al ver que me alejo.
- Cállate, volveré enseguida.
Sigo adelante mientras escucho un par de ladridos más, y llego a la entrada. Aquí es donde yo percibo lo que Hamlet ha detectado hace unos metros: el olor y los gemidos apagados de los zombis llegan desde el interior de la carpa. Vacilo un poco antes de aventurarme a echar un vistazo, pero finalmente me asomo. Creo que tener el estómago lleno me está volviendo más osado.

Al entrar, la visión me sorprende. La carpa está en penumbra, la luz del sol penetra únicamente por algunas rendijas en el techo. El lugar está a rebosar de podridos, pero no andan desperdigados y sin rumbo como suelen hacerlo, sino que se arremolinan todos alrededor de algo que está en el centro de la pista, algo que no alcanzo a ver con claridad, pero que por los barrotes de hierro que sobresalen por encima de las cabezas de los zombis, diría que es una especie de jaula. Me adentro unos pasos y compruebo que ninguno de ellos parece reparar en mí. Bien, eso me concede algo de margen de maniobra. En lugar de atravesar el pasillo de entrada para llegar a la pista, me voy hacia la izquierda para entrar en la primera hilera de gradas que la rodean. Hay unas diez filas de asientos, creo que si subo hasta la última podré ver qué es eso que tanto interesa a la horda de muertos.

Entre los asientos, el suelo está pegajoso y sucio, y el olor a putrefacción parece adherirse a mi piel y a las paredes de lona de la carpa, creando una atmósfera asfixiante. Me pregunto si también yo me empezaré a descomponer, como todos esos desgraciados de ahí abajo.

Al fin llego a la última fila y desde allí, de pie, observo el espectáculo del centro de la pista. Efectivamente, los zombis se apiñan alrededor de una gran jaula circular. Tal vez en otro tiempo hubiese visto alguna fiera en su interior. Ahora, sin embargo, lo que veo es una figura solitaria y encogida en el suelo, vestida de blanco y con la cabeza hundida entre las rodillas. Los zombis alargan los brazos intentando alcanzarla, lo cual sólo puede significar una cosa. Sea quien sea, el que está ahí dentro es humano, y sigue vivo. Más aun, creo que lleva uno de esos trajes de plástico, igual que la mujer que me he encontrado hace un rato.

Me siento en las gradas y me paso las manos por el pelo. Está enmarañado y el sudor lo pega a mi cabeza. Si pudiera llegar hasta la jaula y hablar con esa persona... tal vez conseguiría alguna respuesta a lo que me está pasando. Pero, ¿cómo llego hasta allí? La jaula está rodeada de zombis, y yo solo no puedo con todos. Ni siquiera a tiros creo que pudiera conseguirlo, me rodearían mucho antes de que acabase con la mitad de ellos. No voy a ponerme en riesgo, mi supervivencia es mi prioridad ahora. Así que, ¿qué opciones tengo?

La jaula está abierta por arriba. Los barrotes son altos, pero no tiene techo. La cuestión es cómo paso por encima de la horda y de los barrotes, y cómo bajo luego sin romperme ningún hueso. Podría intentar construir una pasarela desde las gradas, pero tendría que ser demasiado larga. La alternativa son las cuerdas. Hay cuerdas que cruzan la carpa de un lado a otro, no sé si para sujetar la lona, o para el espectáculo de algún equilibrista. Pero si son fuertes, lo suficiente como para sostener mi peso, podría deslizarme por una de ellas hasta colocarme sobre la jaula y después, simplemente, dejarme caer. No es mal plan, creo.

Las cuerdas no están muy altas, pero aun desde la fila superior de las gradas no puedo alcanzarlas, así que bajo casi a pie de pista para escalar por uno de los postes que sujetan la estructura de luces, ahora apagadas e inservibles. Me agarro a las barras de metal que lo componen y, con cierta dificultad ya que apenas puedo meter los pies en los huecos, comienzo un lento ascenso hasta la parte superior, desde donde me agarro a una de las cuerdas. Es bastante gruesa, pero de todos modos doy un par de tirones fuertes para asegurarme de que resistirá antes de dejar que aguante todo mi peso. Me agarro con brazos y piernas y comienzo a deslizarme. La cuerda se tambalea un poco y me vienen a la cabeza recuerdos de mi entrenamiento, hace años. Igual estoy un poco viejo para andar colgándome como un mono. En fin, ya estoy aquí, así que decido continuar. En unos segundos me sitúo por encima de la jaula y miro hacia abajo por primera vez. Mis sospechas se confirman cuando veo, al lado de la figura en medio de la jaula, una máscara antigás. Es uno de ellos, sin duda. Sigue en la misma posición que antes, con los brazos por encima de la cabeza. A su alrededor hay algunas bolsas vacías y todo tipo de suciedad.

- ¡Oye! ¡Oye, tú! -grito. Mi voz sobresalta al tipo y hace gritar a los zombis. Veo que se mueve y finalmente mira hacia arriba. Es un hombre de aspecto demacrado. Abre la boca, pero no dice nada.

- ¡Oye! ¡Apártate si no quieres que te caiga encima!

Se aparta apenas medio metro, arrastrándose por el suelo, todavía con expresión de pánico. Empiezan a dolerme los brazos.

- Voy a bajar.

Suelto primero las piernas, y finalmente los brazos. La caída no es tan mala como esperaba, mis botas golpean el suelo con un estruendo y noto un pinchazo en los tobillos que se disipa enseguida. El hombre me mira aterrorizado, los ojos hundidos en profundas ojeras, la barba desordenada y los labios resecos. Un segundo después comienza a retroceder, sin levantarse del suelo, hasta casi ponerse al alcance de los zombis que alargan ávidamente los brazos desde los barrotes. Uno de ellos apenas lo roza con los dedos, pero es suficiente para que el hombre salte de nuevo hacia delante.

- Yo que tú no me pondría cerca de ellos.
No se mueve, pero parece reunir fuerzas suficientes para hablar.
- ¿Quién eres? -dice con voz ronca.
- ¿Qué más da? Soy el único que puede echarte una mano ahora mismo.

Me acerco un poco y saco del bolsillo uno de los botellines de agua que me he llevado del camión para ofrecérselo. Tendrá unos cuarenta años, quizá algo más. Huele incluso peor que los zombis. Coge la botella sin decir una palabra y prácticamente la vacía de un trago.
- ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
No responde, se limita a coger aire para terminar de beberse el agua. Cuando acaba, por fin habla.
- ¿Cómo has llegado a este lugar?
- Acabas de verlo.
- No, me refiero a aquí, en general. Al circo. Está todo lleno de zombis.
- Yo mismo no me lo explico -hago una pausa-. Pero tal vez tú puedas darme alguna respuesta.
- ¿Respuesta a qué?
Me descuelgo la mochila y rebusco en el interior hasta dar con el cuaderno amarillo.
- ¿Lo reconoces?
El hombre mira fijamente el cuaderno y luego a mí, vuelve al cuaderno y a mí de nuevo.
- ¿De dónde has sacado eso? -pregunta con un hilo de voz.
- Se lo cogí prestado a tu compañera.
Vacila antes de hacer la pregunta.
- ¿Dónde... dónde está ella?
- Fuera, en la hierba. Ha muerto.
- Oh, Dios...
Hunde la cara entre las manos y se estremece en un sollozo.
- Lo siento -digo.
Niega con la cabeza, le cuesta hablar.
- Debí haberlo imaginado... Albergaba la esperanza de que hubiera escapado de alguna forma. De que si aguantaba lo suficiente, volvería con ayuda. Aunque en los últimos días me había convencido de que iba a morir.
- ¿Cuánto tiempo llevas aquí? -repito mi pregunta de antes, ahora que parece más colaborador.
- Trece días -responde-. Fui tan estúpido como para pensar que aquí dentro estaría a salvo, porque estaría fuera del alcance de los zombis, y casi muero de deshidratación. Gracias por el agua, por cierto. Se me acabó hace casi dos días.

Creo que está más tranquilo. Con un poco de suerte, sacaré algo de información útil.
- Verás, en ese cuaderno hay muchas cosas escritas que no entiendo -empiezo-, y me gustaría que me las explicases.
Le acerco el cuaderno y dejo que lo coja, luego me siento a su lado. Me llega el olor de su carne mezclado con el de orina y excrementos. Es una sensación muy extraña, su olor es realmente apetecible, pero intento no prestarle atención. El hombre ojea las páginas manuscritas de su antigua compañera.
- ¿Qué quieres saber?
- ¿Qué hay en ese cuaderno?
- Son las notas de Miranda. Un registro de sus observaciones.
- ¿Qué tipo de observaciones?
- Oh, no puedo contártelo. Es información protegida.
- Así que protegida... Te enseñaré algo.
Me empiezo a desatar los cordones de la bota bajo su mirada confusa. Me quito la bota y el calcetín, y subo la pernera del pantalón para dejar al descubierto mi tobillo. La cicatriz de una fea herida desfigura mi piel, amoratada en algunas zonas.
- ¿Ves esto? Unos días después de que comenzara la cuarentena, un zombi me hizo esto. Me mordió, como puedes imaginarte. Recuerdo que me dolía mucho todo el cuerpo, hasta que al final perdí el conocimiento. Y luego, me desperté. No me encontraba demasiado bien, pero obviamente estaba vivo. Las personas con las que estaba por aquel entonces me contaron que tres hombres vestidos como tú y tu compañera vinieron y me inyectaron algo, me sacaron sangre y se largaron, todo ello mientras estaba inconsciente y mis compañeros amenazados o retenidos a punta de pistola. Así que, ¿por qué no me cuentas a qué os estáis dedicando? ¿Por qué estoy aquí dentro -señalo en dirección a los zombis que nos rodean-, en lugar de ahí fuera?

El hombre me mira estupefacto.
- Tú... ¿sobreviviste?
- ¿Por qué te sorprende tanto?
- Lo siento, no puedo contarte nada.
- Entonces tal vez me largue por donde he venido, y te deje aquí para que te pudras del todo.
Se pasa la mano por el pelo y suspira.
- Escucha -le digo-, no creo que vayan a venir a por ti. Tus amigos deben estar todos ocupados haciendo experimentos con la gente que se encuentran.
- ¿Has visto a otros vestidos como yo?
- No aparte de... ¿cómo se llamaba? ¿Miranda?
- Dios, todo esto es un desastre...
- ¿Un desastre? ¿Tienes la menor idea de lo que me hicisteis? Me debes una explicación, sobre todo si esperas que te ayude a salir de aquí.
- Mierda... -cierra los ojos.
Me siento a su lado y empiezo a calzarme de nuevo.
- Cuéntame quiénes sois, qué hacéis. Luego nos largaremos de este agujero.
- Está bien, pero te advierto que yo soy un don nadie dentro de la organización. No tengo toda la información.
- Tú cuéntame lo que sepas.
- Verás, cuando se declaró la cuarentena y el ejército sitió la ciudad, pusieron en marcha sus unidades de defensa ante ataques químicos y biológicos. Ellos son los que están, o al menos estaban, a la cabeza de todas nuestras operaciones. Sin embargo, rápidamente se dieron cuenta de que todo esto los sobrepasaba y necesitaban más efectivos, así que reclutaron también a los servicios de emergencia civiles que tuvieran entrenamiento en protocolos de ese tipo. Policía, sanitarios, bomberos, ya te puedes imaginar. Yo era paramédico antes de esto. Miranda era de los militares. Formaron una división nueva y nos metieron a todos allí.
- ¿Con qué objetivo?
- Bueno, inicialmente era para encontrar una cura, claro. Montaron varios laboratorios de campaña alrededor de la ciudad, en realidad no sé cuantos exactamente. Al principio nos enviaban a recoger muestras casi cada día, teníamos que buscar personas que hubieran sido infectadas recientemente y recoger sangre, pelo y piel. Algunos equipos recogían muestras de los propios zombis. A nosotros nos hacían controles a diario, cada vez que llegábamos de alguna expedición. Enseguida empezaron a desarrollar las primeras fórmulas. Dada la urgencia de la situación, hubo pocas pruebas en animales, ¿entiendes? Empezaron a probar los fármacos en los propios infectados. Algunos compañeros se contagiaron por accidente, ellos fueron los primeros. Pero ninguno sobrevivió. La que más resistió agonizó durante cuatro días y luego se transformó.
- Por eso te ha sorprendido que yo estuviera vivo.
Asiente con la cabeza.
- Algunos equipos se dedicaban a probar los nuevos fármacos en los infectados de los que recogían muestras. Sacaban sangre, por ejemplo, inyectaban la fórmula y poco después sacaban otra muestra, y ya en el laboratorio observaban cómo evolucionaba cada una. Pero nunca supe los resultados de esas pruebas. Los rumores decían que todas salieron mal. En un momento dado perdimos el contacto entre laboratorios, así que puede que otros tuvieran más suerte. A medida que pasaban los meses todo fue a peor... Era muy difícil encontrar sujetos experimentales, íbamos perdiendo compañeros, perdiendo la esperanza. Nos marchábamos a expediciones cada vez más largas. Miranda y yo llevábamos más de una semana lejos de nuestra base antes de que me quedara atrapado aquí.

Me tomo unos segundos para asimilar la información. Ya intuía que mi situación era resultado de algún tipo de experimento, pero no me imaginaba todo lo que había detrás. Me surgen muchas preguntas, sobre todo, en relación a si mi estado actual es reversible. Sin embargo, no quiero contarle por el momento las consecuencias de la sustancia que probaron conmigo.

- ¿Dónde está esa base?
- Lejos -dice con una mueca-. Más allá del cordón militar.
- ¿Podrías llevarme hasta allí?
- Si puedes sacarme de aquí, tal vez -me mira de arriba a abajo-. Parece que vas bien armado. Pero no sé cómo vamos a salir de la jaula.
Busco con la mirada algo que nos pueda servir para ello. Podría trepar por los barrotes de la jaula, pero tendría que enfrentarme a los zombis, así que mejor evitarlo si puedo. Lo único que hay aquí dentro es una especie de plataforma circular, que se levanta más o menos un metro del suelo. Podríamos subirnos encima, aunque no es suficiente para llegar de nuevo a las cuerdas.
- Tendremos que pensar en algo -digo al tiempo que me pongo de pie. Luego, me vuelvo hacia el hombre y le tiendo la mano para ayudarlo a levantarse. Cuando se mueve siento otra vez el olor delicioso de la carne fresca y mi hambre se despierta con una fuerza voraz. 
- Me llamo Bernard, por cierto -dice él. Sigue hablando, creo, pero no puedo prestarle atención. No dejo de mirar su cuello, casi oigo la sangre correr por el interior de su arteria carótida. Estoy completamente hipnotizado.





Los zombis aúllan a mi alrededor. ¿Por qué gritan tanto? ¿De dónde ha salido toda esta sangre? Está en todas partes... en mis manos, en mi ropa, en mi cara, en el suelo. Hay un cuerpo junto a mí. Está destrozado, su vestimenta plastificada hecha jirones. Me cuesta pensar, pero poco a poco voy entendiendo la atrocidad que acabo de cometer. Ya no tengo hambre.

2 comentarios:

  1. Queridos lectores, después de casi un año de parón me alegra anunciar que Plaguelanders vuelve a la carga. Durante estos meses no he podido dedicar apenas tiempo a escribir ficción debido a que he estado preparando y escribiendo mi tesis doctoral. Sin embargo, no penséis que me he olvidado de esta historia, al contrario, la he tenido muy presente y tenía muchas ganas de retomarla, aunque no haya tenido el tiempo ni la energía para hacerlo hasta ahora. En las últimas semanas por fin he podido volver a ponerme en la piel de Isaac y Alex y escribir de nuevo, así que hoy, celebrando Halloween, tendréis una nueva entrada que espero que disfrutéis mucho.

    Quería dar las gracias a los lectores que habéis seguido fieles esperando mi vuelta, dejando comentarios en el blog y dándome ánimos. Muchas gracias a todos y espero veros por el blog de nuevo.

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  2. Gracias a ti, Irakolvenik por regalarnos esto por Halloween... Te has librado de un mordisco, porque ya me tenías hambriento. (^_^)

    Y has sabido volver por todo lo alto, como si todo este tiempo no hubiera pasado.

    PD. Hay una app "Wattpad" en la que los usuarios publican relatos y demás, funciona casi como una red social, pero centrándose en las narraciones... Pensé varias veces durante este año que podrías compartir tu obra ahí. ;)

    PD2. ¡Suerte con todo, en especial con tu Tesis!

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