Normal

Definitivamente este ha sido un mal día para perder la virginidad. No hubo romanticismo, ni fuegos artificiales, no hubo siquiera un mínimo de excitación sexual. Estoy segura, segurísima, de que el calendario hormonal estaba equivocado. Y de que el algoritmo de asignación de parejas falló, aunque la publicidad diga que es prácticamente infalible. Mi cerebro no segregó por el pobre chaval ni una molécula de dopamina.

Me esforcé por que me gustara, de verdad. Me tomé a escondidas el vial que me había pasado Lina por si la cosa no iba bien. Mi cuerpo respondió ligeramente, mi mente desapareció de allí. Fue una disociación curiosa, nunca la había experimentado. Dejé que acabase en ese estado de pseudo-anestesia y desaparecí de la habitación en cuanto cayó dormido. Me da pena por él, porque probablemente esperaba encontrarme allí al despertar y tal vez empezar una vida juntos. Sería lo normal, supongo. Es una lástima que yo no sea una chica normal.

Los sistemas de predicción nunca han acertado conmigo. Cuando era pequeña, una prueba estandarizada de inteligencia reveló una elevada capacidad verbal. Efectivamente, el lenguaje se me da muy bien. Hablo ocho idiomas. Pero no me gustan. Los odio. En cambio, la música me apasiona. El problema es que los sistemas dicen que eso no es lo que tengo que hacer. Del mismo modo que dicen que tengo que tener una pareja y que tiene que ser ese petardo que duerme en la habitación del hotel.

Y ya estoy cansada.

Hubo un tiempo en el que intenté rebelarme contra mi vida tal y como los sistemas de predicción la habían programado. Transformaba el uniforme del colegio en un atuendo grotesco, me cortaba el pelo a escondidas, me saltaba las clases, hackeaba los filtros de mi conexión a la red para poder ver las cosas que, en teoría, no me correspondían. Me negaba a hablar con padres, profesores y psicólogos acerca de lo que me ocurría. Siempre a contracorriente, era totalmente agotador.

Al final, exhausta, me dejé arrastrar.

Cambié el objeto de mi lucha. No podía modificar el mundo que me rodeaba, ni la vida que había sido diseñada para mí. Pensé que la solución sería hacer una transformación en el polo opuesto: obligaría a mi cabeza a adaptarse al mundo, ya que no había podido hacerlo al revés. Y me esforcé, me esforcé mucho. Estudié idiomas, reconfiguré los filtros, me vestí a la moda. Me dejé crecer el pelo, me olvidé de la música. Fui a las charlas de sexualidad, me hice el análisis hormonal, introduje mis datos en el ordenador para la asignación de parejas. Probablemente el chico con el que estuve hace un rato es ideal para la persona que yo debería ser.

Pero otra vez, es una batalla perdida.

Mi absurda personalidad se empeña en permanecer invariable.

El mundo no se deja cambiar.

Ambos son tan sumamente obstinados que por mucho que intente bracear en todas direcciones, siempre me acabo hundiendo, siempre herida porque no puedo esquivar los golpes cuando vienen de todas partes.

Así que he llamado a Lina y le he preguntado si podía volver a probar su anestesia, o si tenía algo similar que me permita seguir funcionando sin esta lucha permanente entre mi mente y el mundo. Ha dicho que, por ser la primera vez, me dejaría un par de dosis a mitad de precio.

En cuanto haga efecto la primera, volveré a la habitación. Lina dice que hará menos real la realidad y que acallará la vocecilla que me dice que odio mi vida. Parece que funciona, el dolor empieza a diluirse y las protestas son ahora un zumbido sordo. Le doy las gracias y me marcho de vuelta al hotel. En el espejo del ascensor, mi rostro refleja la misma descuidada indiferencia que tenía la chica del mostrador de recepción. Sí, creo que ya me siento más normal.

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