domingo, 18 de mayo de 2014

Bocabajo

El hambre me corroe y me ciega de tal manera que sólo puedo pensar en una cosa: voy a encontrar a ese viejo y a despedazarlo. El aire helado del amanecer me despeja la cabeza, y aunque la herida que tengo en la espalda arde con la bala todavía incrustada en mi carne, las piernas me responden con fuerza suficiente para ponerme en pie. Sólo el primer paso que doy está teñido de una leve vacilación, tal vez no tanto por el dolor como por el hambre y el agotamiento. Junto a mis pies corre un pequeño arroyo del que Hamlet bebe a lametones, y a mi alrededor los árboles se levantan hasta donde puedo ver. A un lado a pocos metros de donde estoy se levanta el terraplén por el que he bajado rodando. Me agarro a la pared del barranco y me impulso para subir, pero la tierra se desprende junto a un puñado de piedras que caen a mis pies. Las aparto de una patada y el perro ladra, sobresaltado.

Echo a correr, buscando un lugar por el que subir, no voy a dejar que mis ansias de sangre queden sin saciar. No paro hasta encontrar un lugar por el que la pendiente es menos pronunciada, y entonces salto y empiezo a trepar, sorteando los troncos de los árboles que crecen torcidos por el terreno desigual. Cada movimiento me atenaza de dolor, pero el hambre y la ira me impulsan hacia delante. Atravieso el bosque como un huracán hasta que el olor de un ser humano me hace detenerme durante un momento. Debo de estar cerca del campamento, ya siento que empiezo a salivar y las manos me tiemblan de ansia. Unos metros más adelante distingo la silueta del remolque donde vive el viejo al borde del claro, observo con atención pensando en cómo acercarme y sorprenderlo.

A medida que pasan los minutos hay cada vez más luz, así que me acerco un poco más despacio, con cautela. La mula, sujeta con una cuerda a un pequeño poste en el suelo, levanta la cabeza y me mira, yo me retiro un poco y descarto rápidamente la idea de atravesar el claro para llegar al remolque. No veo al viejo, debe de estar dentro, tal vez lo pille durmiendo y para cuando se despierte ya lo haya hecho puré. Rodeo el claro en silencio y me coloco detrás de la caravana, a unos diez o doce metros. No hay ventanas por donde pueda entrar, pero veo una trampilla medio abierta en la parte superior. Ahora sólo tengo que llegar hasta ella sin que el viejo me oiga. Me precipito hacia delante, loco por ponerle las garras encima, cuando un intenso dolor en la pierna izquierda me detiene de golpe. Algo me ha atrapado y detiene mi avance. Ahogo el impulso de gritar de rabia, en su lugar, aprieto los puños y la mandíbula y me vuelvo para ver qué es. Descubro, tal como sospechaba, que mi pierna está atrapada en un cepo. Gruño de dolor al agacharme y abro el cepo; en otro momento la herida me preocuparía pero ahora mismo estoy temblando de rabia y lo único que quiero es destrozar a ese cerdo.

Apenas pasan un par de segundos cuando lo veo claro. Junto a la caravana, a menos de dos metros, se levanta una torreta eléctrica de unos quince metros de altura, construida en metal y con cuatro brazos de los que cuelgan los cables. Lo único que tengo que hacer es escalarla y saltar al techo del remolque, entraré por la trampilla tan deprisa que al viejo no le dará tiempo de mearse en los pantalones. Con el sabor de la sangre en la boca, me lanzo hacia la torre a toda prisa, pero justo cuando alargo la mano para agarrar el primer tramo metálico, algo falla.

El mundo se sacude, hasta darse la vuelta por completo. Unos segundos después, me doy cuenta de que estoy bocabajo, colgado de mi pie derecho con una gruesa cuerda que llega hasta uno de los brazos de la torre. 

Intento doblarme y llegar con las manos a la cuerda para deshacer el nudo, pero el movimiento hace que una ráfaga de dolor me atraviese la espalda tan intensamente que no puedo ahogar un grito. Me dejo caer y me quedo colgando a metro y medio del suelo, balanceándome suavemente y haciendo que la estructura metálica cruja con un chirrido oxidado. Busco en mis bolsillos algo para cortar la cuerda, pero sé desde el principio que no voy a encontrar nada: todas mis cosas acabaron anoche bajo la propiedad del viejo que me obligó a entregarlo todo a punta de pistola. Tal vez si doy unos cuantos tirones con fuerza, el brazo de la torre ceda ante mi peso... pero no me da tiempo de intentarlo.

- Te daba por muerto -dice una voz desde algún lugar por encima de mi cabeza-. O por herido, al menos. Parece que tienes mucha energía para haber recibido una bala de escopeta hace sólo unas horas.

Me revuelvo, levantando la cabeza y buscando al viejo. Al final lo veo, encima de la caravana, con la escopeta en la mano. Debe de haber salido por la trampilla del techo y ahora está sentado en el extremo más cercano a mí. Me observa con los ojos entrecerrados y dirige el cañón del arma en mi dirección.

- He matado a ciervos con esta escopeta -añade-. ¿Por qué estás tan fresco tú?
Le enseño los dientes.
- A lo mejor no me diste -lo desafío.
- Claro que te di -dice, y baja de un salto con una agilidad que sorprende para un hombre de su edad.
Se acerca un poco y trato de darle un zarpazo, pero lo esquiva.
- Estate quieto, o esta vez la bala acabará en tu cabeza -advierte. Me rodea hasta colocarse a mi espalda y siento que su mano roza la zona de la herida. Intento volverme y agarrarlo, pero ya se esperaba mi reacción y rápidamente retrocede y me da en la cara con la culata de la escopeta. Cuando consigo enfocar la vista de nuevo, me está mirando fijamente desde un par de metros de distancia.
- Deberías tener la espalda cubierta de sangre. No deberías poder moverte apenas.
No ha formulado la pregunta, pero está claro lo que quiere saber. No digo nada.
- Estoy seguro al cien por cien de que eres el mismo al que sorprendí anoche merodeando por aquí -dice-. Te disparé en la espalda, todavía tienes la herida, pero has sangrado muy poco. ¿Por qué?
Continuo con mi silencio.
- Así que eres callado. Bien, tal vez después de unas horas ahí colgado se te suelte un poco la lengua.
Me revuelvo de nuevo, intentando alcanzar la cuerda con la mano, pero el viejo me grita antes de que consiga rozarla.
- Más te vale estarte quieto.
Se ha sentado en el techo de su caravana, con la escopeta en el regazo. Tiene el gatillo demasiado fácil como para que valga la pena arriesgarme, al menos de momento, aunque mantener el autocontrol me resulta extremadamente difícil.
- Veamos quién puede más -sentencia, al tiempo que los primeros rayos de luz alcanzan el claro.

Cuando el sol empieza a bajar, ninguno de los dos se ha movido. Hacia mediodía, el viejo ha sacado de un bolsillo de la chaqueta un pequeño paquete y se ha comido lo que parecían un par de tiras de carne seca. El resto del tiempo, simplemente me ha mirado en silencio. Incluso sus animales parecen entender que algo raro pasa, porque apenas los he escuchado en todo el día. A medida que van pasando las horas siento como aumenta la presión en mi cabeza, sobre todo en los ojos. Intento mover los brazos de vez en cuando, tengo los músculos agarrotados y los hombros me duelen. Aunque no hace mucho calor, estar al sol boca abajo todo el día me hace sentir aletargado, y finalmente me quedo inmóvil hasta que el aire frío del atardecer me despierta de nuevo. Para entonces la visión empieza a fallarme y siento mucha presión en los oídos, pero aún así soy bastante consciente de todo lo que sucede a mi alrededor. Por eso no me pasan desapercibidos los ruidos que proceden del bosque al caer la noche, y que indican que algo se mueve cerca de nosotros. 

El viejo también se da cuenta, levanta la cabeza y se pone en pie silenciosamente. Aunque tiene la escopeta en la mano, se cuela rápidamente en el interior del remolque y emerge de nuevo a los pocos segundos con una barra de hierro de un par de metros, acabada en punta. Escudriña los alrededores con atención, a la espera. Los ruidos se repiten, esta vez más cerca, y el viejo rompe el silencio con un susurro.
- Última oportunidad -dice. No le respondo. Mataré a lo que sea que se acerca, y luego lo mataré a él.

El olor de los zombis me llega enseguida, casi al mismo tiempo que sus quejidos, y por un momento me estremezco, no tanto por el miedo que les pueda tener sino porque los gritos parecen de auténtico sufrimiento. Pronto emergen de entre las sombras del bosque: uno, dos, tres. No parece haber más, lo cual es una buena noticia considerando que tengo que acabar con ellos estando aquí colgado. Cuando se acercan me pongo en tensión, anticipándome al ataque, pero no me prestan mucha atención, van directos a la caravana. El viejo está preparado también y no titubea, usa la barra de hierro para apartarlos de su hogar y empuja a uno de ellos en mi dirección. Reacciono rápido y lo agarro del cuello antes de que me ponga las manos encima pero el desgraciado aúlla como un perro y llama la atención de los otros dos, que parecen olvidarse del viejo y se echan encima de mí. Clavo los dedos en la cara del primero y me incorporo un poco, lo suficiente como para darle un tirón y retorcerle el cuello bruscamente. Escucho como sus huesos se rompen al mismo tiempo que uno de los otros dos me clava los dientes en el antebrazo. Suelto al primero, que cae al suelo y se queda inmóvil, abriendo y cerrando la boca y emitiendo un sonido gutural. 

El segundo continua enganchado a mi brazo, se lleva consigo un colgajo de mi piel cuando logro despegarlo, arrancándome un grito de dolor y de rabia. Le meto las manos en la boca y le separo las mandíbulas, haciendo presión con todas mis fuerzas mientras el tercero me da un mordisco en la espalda. Presiono todavía más, hasta sentir que la mandíbula del zombi se desencaja, y continuo hasta que la carne medio podrida se empieza a desgarrar y finalmente se separa del cráneo. El zombi se tambalea y pierde el equilibrio, yo me quedo con su mandíbula inferior en la mano. 

Me vuelvo para agarrar al tercero. Lo sujeto del pelo, largo y grasiento, para mantener su cabeza más o menos inmóvil y clavarle en el ojo la punta afilada del hueso de la mandíbula de su compañero. Con la palma de la mano, empujo bruscamente el hueso hacia dentro y el despojo cae al suelo. Respiro, agotado por el esfuerzo. Un poco más allá, el viejo ha dado el golpe de gracia al zombi que he mutilado hace un momento. Después de la pelea el bosque se ha sumido en un extraño silencio, roto solamente por los gorjeos del desgraciado que está a mis pies con el cuello roto. Levanto la vista y me encuentro con el cañón de la escopeta del viejo. No apunta al zombi, sino a mí.
- Lo siento, muchacho -dice-. Te di la oportunidad de bajar de ahí.
Se prepara para disparar, tardo un momento en entender por qué ha decidido matarme justo ahora.
- ¡No, espera! -grito-. ¡No dispares!
- Te han mordido -responde-. Ha sido una pelea digna de ver, pero estás condenado.
- ¡No! ¡No lo entiendes!
- ¿Prefieres agonizar hasta morir y convertirte en uno de ellos?
Lo digo sin pensar:
- No me convertiré en uno de ellos.
- Todos piensan que para ellos será diferente, pero nunca lo es.
- Lo es para mí, ¿no me ves? Estoy bien.
- Estás bien ahora, pero en unos minutos te subirá la fiebre. La sangre se te espesará en las venas y el dolor será tan insoportable que sólo desearás la muerte. Te ahorraré eso.
Niego con la cabeza.
- ¿Por qué piensas que no me mató tu bala? ¿Por qué crees que mi herida se ha curado tan rápido?
Entrecierra los ojos, estudiándome.
- Acabas de ver cómo le he arrancado la mandíbula a un zombi, ¿crees que una persona normal sería capaz de algo así?
- No sé lo que eres, chico, pero he visto morir a demasiados a manos de los zombis y no hay excepciones.
- Hay excepciones cuando el proceso de infección se altera.
- No se puede alterar la infección, la fiebre sube y...
- Sí, la fiebre -lo interrumpo-, la sangre coagulada, el dolor, lo sé, ya he pasado por ello.

No es hasta ver el cambio en su expresión cuando me doy cuenta de la información que acabo de revelar.

- Mientes. Estás desesperado, pero...
- No miento. Alguien intervino cuando me estaba muriendo y la transformación no se completó. Unos tipos con trajes de seguridad y máscaras antigás.

Al mencionarlos, su rostro se transforma.
- Habla -acerca un poco más el arma, lo justo para evitar que pueda alcanzarlo con las manos- o te juro que esta vez sí te volaré la cabeza.
Me resisto todavía un poco a darle esa información a un desconocido, pero estoy en una situación desesperada. Al final decido contarle cómo me convertí en lo que soy, aunque evito mencionar a Alex y a los demás. El viejo parece un poco incrédulo ante mi relato, pero acaba bajando la escopeta.
- Si sigues vivo por la mañana, te bajaré.