domingo, 7 de septiembre de 2014

El circo de los horrores

En el silencio del bosque el rugido de la camioneta se me antoja ensordecedor. Estoy solo en la parte de atrás de la camioneta, sentado en la zona de carga como un animal mientras el viejo conduce. Intento ponerme cómodo, mi cuerpo se recupera lentamente de los efectos de pasar un día y una noche a la intemperie colgado bocabajo. Llevamos un par de minutos en camino y no tengo ni idea de adónde vamos, sólo que si mi orientación no falla parece que nos dirigimos hacia la ciudad. Mordisqueo un pedazo de carne seca que el viejo me ha dado antes de salir. Sabe a rayos, pero al menos parece que mi estómago no la rechaza y distrae al hambre durante algunos segundos, haciendo menos penoso mi calvario.

Me ha bajado pasado el amanecer, convencido por fin de que no me iba a convertir en uno de esos engendros. No más de lo que ya lo soy, al menos. Sin embargo, para convencerlo he tenido que acceder a acompañarlo a cierto lugar que no ha querido revelarme, a buscar algo que al parecer necesita. Me ha sorprendido la agilidad con la que ha trepado por la torre para cortar la cuerda que me sujetaba. El golpe contra el suelo al caer ni siquiera me ha dolido, todo mi cuerpo estaba entumecido e insensible, mi visión borrosa y mi mente más turbia si cabe. La cuerda se había estrechado tanto alrededor de mi pierna que tenía el pie casi negro y por un tiempo he temido que se hubiera necrosado del todo. Apenas podía tenerme en pie cuando el viejo ha sacado una camioneta de entre los árboles y me ha encañonado para obligarme a subir. No ha respondido a ninguna de mis preguntas.

Avanzamos despacio por el camino sin asfaltar cuando veo un borrón salir de entre los árboles y perseguir el vehículo. Es... ¿Hamlet?

Sin perder un segundo, doy unos fuertes golpes al techo de la cabina para alertar al viejo, que al poco disminuye la velocidad y baja la ventanilla. Sólo unos centímetros, no baja la guardia ni por un instante.
- ¿Qué pasa? -pregunta, no puedo verle la cara pero por el tono de su voz me imagino su expresión desganada.
- ¡Para un segundo!
- ¿Para qué?
- ¡Tú para!
- ¡Dime por qué!
- ¡Tenemos que recoger al perro!
Se inclina un poco para ver por el retrovisor y frena del todo. Luego baja un poco más la ventanilla para asomarse y ver cómo Hamlet se acerca jadeando y con la lengua fuera. El perro sube de un salto a la zona de carga y el viejo arranca de nuevo.
- ¡Más te vale que ese chucho tuyo no cause problemas! -grita antes de subir del todo la ventanilla.
No me molesto en responder nada. En su lugar, miro a Hamlet y me río, un riachuelo de dolor me atraviesa las costillas.
- No hay manera de que me libre de ti, ¿no?

Avanzamos por el camino de tierra durante un rato más, no sabría decir cuánto, hasta que salimos a una carretera estrecha y descuidada dejando atrás el bosque. La ciudad se perfila a lo lejos, parece casi normal a la débil luz de la mañana. Nuestro camino pasa cerca de lo que queda del cordón militar en algunos tramos, captando la atención de algunos zombis que tratan de perseguirnos sin mucho éxito. Aun así, me pregunto por qué el viejo querría salir de la seguridad del bosque, qué es eso tan importante que tiene que recuperar en algún lugar. Bordeamos la ciudad durante unos kilómetros hasta que la camioneta se desvía y empieza a acercarse. La seguridad con la que parece conducir el viejo y la rapidez con la que encuentra los caminos despejados me hace pensar que no es la primera vez que hace este recorrido. No tardamos en llegar a la zanja que los militares cavaron para detener el avance de los zombis, y en unos minutos la cruzamos sobre un precario puente construido con maderas y vigas de hierro. Ante nosotros empiezan a aparecer barrios residenciales con casas vacías y jardines abandonados. Algunas de ellas tienen las ventanas tapiadas, otras las tienen rotas y parece que hayan sido saqueadas. De vez en cuando vemos algún caminante, solo o en grupos pequeños, que tratan de venir detrás de nosotros. Sin embargo, son lentos y difícilmente pueden seguirnos. De vez en cuando, el viejo da un bandazo para esquivar a alguno recién aparecido en mitad de la calzada, haciendo que Hamlet y yo perdamos el equilibrio y tenga que agarrarme a los laterales de la camioneta para no salir despedido.

Estoy empezando a cansarme y ponerme nervioso cuando la camioneta aminora y finalmente se detiene a la entrada de un gran parque a las afueras de la ciudad. Una verja alta, de hierro, rodea el recinto lleno de árboles y vegetación hasta donde puedo ver. Frente a nosotros se levanta una puerta de barrotes de hierro que cierra la verja y da entrada al parque. Varios zombis nos reciben pegados a la puerta, sacando los brazos por los barrotes como si creyeran que estirándose un poco más podrían agarrarnos. El viejo baja la ventanilla para hablar conmigo.
- Muchacho, aquí tienes tu primer trabajo. Despeja el camino y abre las puertas.
Así que para eso me necesitaba. No es ninguna sorpresa, supongo.
- ¿Tengo que matarlos sin un arma?
Rebusca un poco en la cabina, y me alarga una palanca a través de la ventanilla abierta.
- Recuerda que yo sigo teniendo la escopeta, no quiero ninguna tontería.
- Descuide, jefe -digo con sorna al tiempo que cojo la palanca, luego me vuelvo hacia Hamlet-. Tú te quedas aquí -le advierto, señalando el suelo de la camioneta con el dedo. Él me responde con un ladrido pero no se mueve, así que imagino que me ha entendido y salto de la camioneta. El impacto con el suelo me trae un doloroso recordatorio de lo que han sido las últimas cuarenta y ocho horas.

Doy unos pasos hacia la verja mientras calibro la situación. Puedo ver cuatro zombis pegados a la puerta, gruñendo y alargando sus brazos hacia mí. No parece que haya más en los alrededores, así que me encargaré rápidamente de estos y le enseñaré al viejo que más vale no tomarla conmigo. Inspecciono la puerta desde una distancia segura. Pensaba que estaría cerrada con cadenas o algo así, pero lo único que la mantiene cerrada es un pestillo de gran tamaño. Los zombis enloquecen cuando me acerco y casi parece que quieren saltar unos por encima de los otros. Me echan las zarpas encima en cuanto me tienen a su alcance, pero eso no me impide levantar el cerrojo y empujar las puertas hacia dentro con todas mis fuerzas, haciendo que los engendros se echen hacia atrás y que uno de ellos caiga al suelo de espaldas. Intenta ponerse de pie, pero le falta un brazo y sus movimientos son sumamente torpes. Los que han conseguido mantener el equilibrio corren hacia mí, yo levanto la palanca cogiéndola con las dos manos y descargo con fuerza un golpe en la cabeza del que ha llegado más cerca de donde estoy. El engendro se balancea y cae sobre el que está detrás de él. Los dos acaban en el suelo y aprovecho la oportunidad para destrozar también la cabeza del segundo, hasta que el extremo de la palanca acaba negro y la sangre espesa de los zombis me salpica las botas y los pantalones.

Me vuelvo hacia el viejo, que me mira desde dentro de la camioneta con expresión impasible. Levanto la palanca ensangrentada para que la vea bien, y después le sonrío enseñando los dientes. La distracción me cuesta cara, el zombi que ha quedado en pie se me echa encima y antes de que pueda reaccionar me derriba y caemos juntos al suelo, él encima de mí. Trata de morderme en la cara pero lo sujeto del pelo antes de que pueda acercar su boca a mí. Desesperado, me clava las uñas en el cuello y me araña la mejilla, pero no voy a dejar que haga nada más. Lo sujeto del pelo con fuerza, me inclino hacia adelante y estampo su cabeza contra el suelo, justo a mi lado. Levanto su cabeza y la vuelvo a bajar, una y otra vez con todas mis fuerzas, hasta que su cara se desfigura en una maraña de carne informe y finalmente deja de moverse.

Me pongo de pie y me acerco al último de los engendros, que todavía trata penosamente de ponerse de pie. Lo dejo tendido e inmóvil de una sola patada en la cara. Sólo estará quieto una fracción de segundo, porque el dolor parece no tener efecto alguno en estas criaturas, pero es tiempo suficiente para asestar el golpe de gracia. Un potente pisotón y su cráneo se hunde bajo la suela de mi bota. Ahora sí, despejado el terreno, me vuelvo de nuevo hacia el viejo y le dedico otra sonrisa. Limpio la sangre y los restos de tejido de la palanca y de mis zapatos en la ropa del zombi y vuelvo a subir a la camioneta.

Antes de arrancar de nuevo, el viejo me advierte.
- Vamos a encontrar más de esos en adelante, así que puedes quedarte con la palanca hasta que lleguemos a nuestro destino. Eso sí, un mínimo movimiento en falso y tendrás una bala en la cabeza antes de que puedas pestañear.
Le contesto con un gruñido. Si no le abro la cabeza a él no será porque no tenga ganas, pero por el momento me conviene contenerme. Ya he visto de lo que es capaz, así que guardo silencio mientras él arranca y nos adentramos en el parque.

No hemos recorrido cien metros cuando comprobamos que el viejo tenía razón. El camino de losas que atraviesa la vegetación está salpicado de sangre y suciedad y los zombis vagabundean entre los árboles pisando los restos de cuerpos medio descompuestos. El zumbido de las moscas y el olor me repugnan, incluso Hamlet se acurruca junto a mí en el suelo de la camioneta. Sin embargo, hay otra cosa que me llama la atención rápidamente, un detalle que hace que esta situación se haga todavía más inquietante. La mayoría de los zombis visten ropa normal, pero puedo ver a algunos con atuendos coloridos, aunque sucios y desgarrados, ropa extravagante más propia de una troupe de circo que de los paseantes de un parque urbano. El ruido de la camioneta los alerta, y muchos de ellos se acercan y tratan de agarrarnos. Conseguimos avanzar otro centenar de metros mientras me esfuerzo por apartarlos del vehículo a base de patadas y golpes de palanca, hasta que se agolpan en tal cantidad que el viejo se ve obligado a detenerse si no quiere destrozar la camioneta atropellándolos a todos. En este momento no necesito esperar a que me dé instrucciones, salto del vehículo y empiezo a golpear a diestro y siniestro a todos los engendros que nos atacan. Los zombis me rodean, me arañan y muerden, me cuesta un gran esfuerzo sacármelos de encima y poder moverme hasta la parte de delante del camino para abrir el paso a la camioneta. Apenas he tenido tiempo para abrir una brecha en la multitud, del tamaño justo para que la camioneta pueda pasar, cuando el viejo arranca y atraviesa la abertura que he creado, alejándose de donde estoy, sin siquiera esperar a que yo suba de nuevo.

Salgo corriendo detrás y escucho un alarido inhumano a mis espaldas. Me vuelvo justo a tiempo para ver a uno de los zombis disparado como una bala hacia mí, vestido con ropa de colores vivos, ahora ya apagados por las semanas a la intemperie, y todavía restos de pintura en el rostro. Siento como el tiempo se ralentiza y mi cuerpo entero se tensa para recibirlo a medida que se acerca a mí. Agarro la palanca con las dos manos, firmemente, y me coloco como un bateador dispuesto a batir su mejor récord. En el último momento, cuando el desgraciado está a punto de terminar su precipitada carrera, me desplazo ligeramente para esquivar su agarre y golpeo con todas mis fuerzas. El zombi cae como un peso muerto, destrozado, y queda inmóvil en el empedrado. Visto tan de cerca, es imposible no darse cuenta de que algún día fue un payaso. Por alguna razón la imagen me produce un escalofrío, pero no tengo tiempo de pararme a pensar nada porque el grupo de podridos del que estaba huyendo está ganando distancia, así que doy media vuelta y echo a correr detrás de la camioneta que ya me ha ganado demasiados metros. Cuando por fin le doy alcance a la camioneta, el viejo reduce un poco la velocidad y me grita que suba con el vehículo todavía en marcha. Me encaramo a la parte trasera como puedo y caigo de bruces en la zona de carga. Este maldito loco va a acabar matándome de verdad.

En cuanto logro recuperar el equilibrio, me acerco a la parte delantera y me pongo de pie para ver por encima de la cabina. La escena que se abre ante nosotros muestra una pequeña llanura despejada de vegetación en medio del parque en la cual se levantan los restos de lo que parece un circo. Una gran carpa se levanta en el centro de la llanura, con otras dos más pequeñas a los lados. Los colores de las lonas se ven apagados y sucios, y algunas partes parecen hundidas y hechas jirones. Ahora está claro que muchos de los zombis que hemos visto antes no eran sino artistas que debieron trabajar en este circo. Otra pequeña multitud de podridos empieza a concentrarse peligrosamente cerca de nosotros, pero en lugar de seguir en dirección a las carpas el viejo gira bruscamente y nos lleva por uno de los lados. No dejo de preguntarme qué es lo que hemos venido a buscar a este lugar.

Dejamos las carpas a nuestra derecha y, saliendo del camino empedrado, atravesamos la llanura en la que la hierba crece descontrolada. Puedo ver una buena cantidad de zombis rondando las carpas, tal vez incluso haya más en el interior, pero por suerte el viejo no parece muy interesado en descubrirlo. Pronto me doy cuenta de cuál es nuestro destino: nos dirigimos a la zona donde están las caravanas en las que debían de vivir los artistas de este circo. A medida que nos acercamos distingo un buen número de caravanas y remolques, muchos de ellos pintados de colores vivos. Pasamos junto a algunos de ellos, captando rápidamente la atención de los zombis que merodean por los alrededores. El viejo conduce nuestro vehículo hasta situarse junto a un enorme camión blanco que parece un monstruo dormido en la hierba y cubierto de polvo. Los zombis empiezan a aproximarse, Hamlet se tensa y gruñe y yo cojo la palanca preparado para saltar. Para mi sorpresa, una vez detenida la camioneta el viejo abre la puerta y salta al exterior también. Lleva en las manos la misma escopeta con la que seguramente me disparó, lo cual inmediatamente hace saltar mis alarmas ya que el ruido de los disparos podría atraer a muchos más zombis de los que ocuparnos. Sin embargo, cuando el primer engendro se le acerca el viejo no le dispara, sino que usa la escopeta a modo de bate para tumbarlo y, una vez lo tiene en el suelo, hunde la culata del arma en su cabeza. Luego se vuelve hacia mí y me dedica una sonrisa burlona. Bueno, no voy a dejar que ese engreído se lleve todo el mérito, así que salto de la camioneta y me pongo manos a la obra. Se han aglomerado unos cuantos zombis a nuestro alrededor y tenemos que dedicar un buen rato para terminar con todos. Me ocupo de la mayoría, en parte porque el viejo es mucho más cauteloso a la hora de enfrentarse a los podridos, y en parte porque ambos sabemos que disparar no es una buena idea aquí. En un par de ocasiones tengo que correr para apartar a los zombis de la camioneta para evitar que ataquen a Hamlet. Finalmente miramos a nuestro alrededor y encontramos el terreno despejado. El viejo me mira y suelta una carcajada, parece realmente entusiasmado, y al final, tal vez a causa de la adrenalina, incluso yo sonrío un poco.

Sin entretenerse, puesto que otros zombis podrían venir rápidamente, el viejo se vuelve hacia el enorme remolque del camión y lo mira como un niño a un regalo envuelto en papel brillante.
- No habrá podridos ahí dentro, ¿no? -le pregunto. Se vuelve a reír antes de responder.
- No lo creo, pero enseguida lo sabremos.
Saca una llave del bolsillo y abre el candado que cierra las puertas traseras del tráiler. Desde fuera, lo único que se ve son una pila de cajas y lo que parece una gran jaula. Por un momento temo que pretenda encerrarme ahí, pero él no parece prestarme mucha atención ahora mismo, está encaramado al remolque y se impulsa para subir.
- Vamos, muchacho, necesito tu ayuda para sacar mis cosas de aquí.
- ¿Qué tienes ahí escondido? -digo desde abajo.
- Lo sabrás enseguida -responde, sonriendo-. Tranquilo, no es nada peligroso.
Todavía un poco desconfiado, subo al tráiler y me pongo a su lado. Aquí dentro huele a polvo y a cerrado y está lleno de jaulas medio desmontadas y sacos llenos, aunque no se de qué. El viejo se adelanta rápidamente entre las jaulas y se para ante una lona que parece cubrir un trasto grande e irregular. Con un gesto dramático y teatral, tira de la lona y la aparta para dejar al descubierto su tesoro. Es algo que he visto antes, pero no recuerdo dónde: un montón de bidones de acero inoxidable, embudos y tubos de goma.
- ¿Se puede saber qué es eso?
El viejo, nuevamente, vuelve a reír.
- ¿No lo sabes, muchacho? ¡Es una fábrica de cerveza!
- ¿Qué?
- Mi propia fábrica de cerveza, de hecho.
- ¿Tuya? ¿Quieres decir que este camión también es tuyo?
- No, el camión pertenecía al circo, pero la destilería es mía.
- ¿Trabajabas tú en el circo?
- Así es. Cuidaba de los animales.
- Ya veo. Entonces, la mula y el mono...
- Sí, fueron los únicos a los que pude salvar.
Su voz baja un poco, y parte de la alegría que lo embargaba hace un momento parece desvanecerse.
- Lo siento -digo, aunque no creo que vaya a servir de mucho.
Después de unos segundos de silencio, el viejo sacude la cabeza.
- Venga, ayúdame a cargarlo todo. Los sacos también, están llenos de cebada.
- Espera, espera -levanto las manos-. ¿Hemos venido aquí, pasando entre todos esos zombis, a buscar tu destilería de cerveza?
- Exacto.
- Estás como una cabra, ¿lo sabías?

Tardamos menos de lo que creía en cargar todos los aparatos y sacos de cebada en la parte trasera de la camioneta. Hamlet nos mira con curiosidad mientras llevamos las cosas de un lado a otro, sorteando a los zombis inmóviles en el suelo. Siento un poco de lástima por el viejo, probablemente muchos de los que hemos matado fueron compañeros suyos. Una vez hemos acabado, él se sube en la camioneta, pero no hay espacio para Hamlet o para mí en la parte trasera. Entonces el viejo baja la ventanilla del conductor y saca algo por ella: es mi mochila.
- Toma muchacho, te devuelvo tus cosas -dice, y la suelta antes de que me de tiempo a cogerla-. Está todo menos tu arma -añade mientras la recojo del suelo.
- ¿Qué pasa, no tienes suficientes pistolas? -respondo bastante molesto.
- No puedo darte la espalda si estás armado.
- Entonces tal vez tenga que volver al bosque y recuperarla.
- Más te vale no volver a pisar mi bosque -dice muy serio-. Te agradezco lo que has hecho por mí, y por eso te dejo con vida, pero no quiero volver a verte.
Tampoco yo, pienso, pero prefiero no decir nada.
- Adiós entonces -añade finalmente-. Ten más cuidado en adelante, o acabarás muerto.
Me hace un gesto de despedida con la mano, sube la ventanilla y arranca la camioneta. Hamlet le ladra y lo persigue unos metros, aunque enseguida se cansa y vuelve a mi lado. La camioneta acaba desapareciendo en el camino del parque y nos quedamos solos de nuevo. Al menos he perdido de vista a ese viejo perturbado.

Miro a nuestro alrededor, a este absurdo circo de los horrores que nos rodea, mientras trato de decidir cuál será mi próximo paso. Tal vez sea más fácil sobrevivir en la ciudad que en el bosque después de todo. Por el momento quizá pueda encontrar algo útil por aquí, así que decido explorar un poco. Después de todo lo que ha ocurrido, mi único alimento ha sido la carne seca que me ha dado el viejo. Todavía estoy hambriento.

El primer lugar donde decido buscar es en las caravanas de los artistas del circo. Comida, herramientas, cualquier cosa que pueda ayudarme, tal vez incluso una nueva arma para sustituir la que se ha quedado el viejo o una caravana suficientemente segura como para descansar un rato y recuperarme del todo de mis heridas. Sin embargo, los ladridos de Hamlet llaman mi atención y me desvían de mi ruta. Está ladrándole a un podrido vestido de blanco que se acerca a él, así que me apresuro para protegerlo. Cuando me fijo mejor en el zombi, me doy cuenta de que la vestimenta que lleva me resulta familiar. Mono blanco, como de plástico, aunque lo lleva rasgado y ensangrentado en la zona del cuello, y cubriéndole la cara, una máscara antigás.